SUBIÓ AL CIELO, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE, Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA
Los cuatro evangelios y Cor 15 presuponen que las apariciones del Resucitado tuvieron lugar en un periodo de tiempo limitado. Pablo es consciente de que a él, como el último se le ha concedido todavía un encuentro con Jesús resucitado.
El sentido de las apariciones es éste: agrupar un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro sino que está vivo. Su testimonio es una misión: han de anunciar que Jesús es el Viviente, la Vida misma.
Primeramente deben anunciar esto a Israel (los judíos son los primeros destinatarios de la salvación) pero también esta este testimonio de salvación se dirige a todos los pueblos (Mt 28,18s; Hech 1,8; 22,21).
También forma parte del mensaje el anunciar que Jesús vendrá a juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Una corriente de teología moderna ha sostenido que este anuncio es el contenido principal, si no el único núcleo del mensaje. Se afirma así que Jesús mismo habría pensado exclusivamente en categorías escatológicas. La espera inminente del Reino habría sido el verdadero elemento específico de su mensaje y el primer anuncio apostólico no habría sido diferente.
Pero si esto es así, ¿cómo podría haber persistido la fe cristiana una vez comprobado que la esperanza inminente no se cumplió? De hecho, esta teoría contrasta con los textos y también con la realidad del cristianismo naciente, que experimentó la fe como una fuerza que actúa en el presente, y a la vez, como esperanza.
Los discípulos han hablado ciertamente del retorno de Jesús, pero sobre todo, han dado testimonio de que Él es el que ahora vive, la vida misma, en virtud de la cual nosotros llegamos a ser vivientes (cf Jn 14,19).
Jesús es el Resucitado, el “ensalzado a la derecha de Dios” (cf Hech 2,33), pero, ¿acaso no está precisamente por eso completamente ausente? O por el contrario, ¿es de algún modo accesible? ¿Podemos adentrarnos nosotros a la derecha del Padre? ¿Existe, no obstante, en la ausencia, una presencia real? Además del en el último día, ¿no puede venir también hoy?
Estas preguntas caracterizan el Evangelio de Juan y las Cartas de Pablo. La respuesta está trazada en el relato de la Ascensión de Lucas y las narraciones que comienzan el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Lc 24,50-53 nos dice una cosa sorprendente: los discípulos estaban llenos de alegría después de que el Señor se había alejado definitivamente de ellos. Nosotros nos esperaríamos que quedaran desconcertados y tristes. El mundo no había cambiado, Jesús se había separado definitivamente y además habían recibido una tarea aparentemente irrealizable. Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida no les produjera tristeza?
Deducimos que los discípulos no se sienten abandonados, no creen que Jesús se haya disipado en un cielo inaccesible y lejano. Están seguros de una presencia nueva de Jesús. La ascensión no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.
La conclusión del Evangelio de San Lucas nos ayuda a entender mejor el comienzo del Libro de Hechos de los Apóstoles en el cual se relata explícitamente a ascensión de Jesús. En este relato los discípulos, apegados aún a las antiguas ideas, le preguntan sobre la reinstauración del reino de Israel. Jesús a esta idea contrapone la promesa del Espíritu Santo y la encomienda de ser sus testigos hasta los confines del mundo. Se rechaza explícitamente la pregunta acerca del tiempo y del momento. La actitud de los discípulos no debe ser hacer conjeturas sobre la historia ni la de tener fija la mirada en el futuro desconocido. El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios, y por eso mismo, dar testimonio a favor de Jesucristo.
La nube luminosa que lo envuelve y oculta nos recuerda el momento de la transfiguración (cf Mt 17,5); el encuentro de María y Gabriel (cf Lc 1,35); la tienda del encuentro en la Antigua Alianza, en la cual la nube es la señal de la presencia de JHWH (cf 40,34s), que también guía a Israel en su peregrinación por el desierto (cf Ex 13,21s). La nube tiene un claro carácter teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje a las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser.
El Nuevo Testamento, haciendo referencia al Salmo 110,1, describe el “lugar” al que Jesús se ha ido con una nube como un “sentarse” (o estar) a la derecha de Dios. ¿Qué significa esto? Este modo de hablar no se refiere a un espacio cósmico. Dios no está en un espacio junto a otros espacios. Dios es Dios. Él es el presupuesto y el fundamento de toda dimensión espacial existente, pero no forma parte de ella. La relación de Dios con todo lo que tiene espacio es la del Dios y Creador. Su presencia no es espacial sino, precisamente, divina. Estar “sentado a la derecha de Dios” significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio.
El Jesús que se despide no va a alguna parte en un astro lejano. Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso “no se ha marchado”, sino que en virtud del poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. El me voy y vuelvo a vuestro lado (Jn 14,28) sintetiza maravillosamente este “irse” de Jesús, que es al mismo tiempo un venir.
Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros, no está en un solo lugar del mundo como antes de la ascensión; con su poder supera todo espacio, Él ahora no está en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia.
Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta. De lo que se trata no es de un recorrido geográfico sino de un recorrido del corazón: salir de nuestra cerrazón y abrirse al amor divino que abraza al universo.
En Hech 1,11 leemos: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse. Con esto queda confirmada la fe en el retorno de Jesús, pero al mismo tiempo se subraya que no es tarea de los discípulo quedarse mirando al cielo o conocer los tiempos y los momentos escondidos en el secreto de Dios. Su tarea es llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.
La fe en el retorno de Cristo es otro pilar de la confesión cristiana. Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo.
A los cristianos para el tiempo “intermedio” se les pide vigilancia, esto significa que no se encierre en el momento presente, que no se abandone a las cosas tangibles. Vigilancia es apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder de mal. Esto esta explicado en las parábolas escatológicas de Jesús (cf Lc 12,42-48; Mt 25,1-13).
El Apocalipsis termina con la promesa del retorno del Señor e implorando que se cumpla: el que atestigua esto responde: “Sí, vengo enseguida”. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” (20,20). Es esta la oración de la persona enamorada, que en medio del dolor, espera la llegada del amado que tiene el poder de acabar con el dolor y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo Él puede ayudar.
San Pablo al final de 1 Cor pone la misma oración según la formulación aramea, pero que puede ser dividida, y por tanto se puede entender de dos maneras:
-Marana tha (Ven, Señor)
-Maran atha (El Señor viene)
La espera cristiana de la llegada de Jesús es al mismo tiempo súplica (Ven) y certeza llena de gratitud (Él viene).
La Didajé (ca 100) atestigua que este grito formaba parte de las plegarias litúrgica de la celebración eucarística de los primeros cristianos.
La oración cristiana por el retorno de Jesús contiene siempre también la experiencia de us presencia. Esta plegaria nunca se refiere exclusivamente al futuro. Sigue siendo válido precisamente lo que ha dicho el Resucitado: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Él está con nosotros ahora, y de modo particularmente denso en la presencia eucarística. Pero, viceversa, la experiencia cristiana de la presencia lleva también en sí misma la tensión hacia el futuro, hacia la presencia definitivamente cumplida: la presencia de ahora no es todavía completa. Impulsa más allá de ella misma. Nos pone en camino hacia lo definitivo.
San Bernardo habla de una triple visión de la venida del Señor (oficio de lectura del miércoles de la 1ª semana de adviento):
1. Primera venida: en carne y debilidad.
2. Venida intermedia (adventus medius): en espíritu y poder.
3. Última venida: en gloria y majestad.
Para confirmar su tesis San Bernardo se remite a Jn 14,23: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
Se habla explícitamente de una venida del Padre y del Hijo: es la escatología del presente. El tiempo intermedio no está vacío, hay una presencia anticipadora.
Las modalidades de esta venida intermedia son múltiples: el Señor viene en su Palabra, en los sacramentos (especialmente en la Eucaristía), y también a través de palabras y acontecimientos… y por la vida santa de tantos y tantas, que se convierten en testigos de su presencia.
Lc 24,50s dice: Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo. Jesús se va bendiciendo. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que no protege. Pero al mismo tiempo son un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él, para que Dios penetre en él, y llegue así a estar presente en ese mismo mundo.
Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana.
El sentido de las apariciones es éste: agrupar un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro sino que está vivo. Su testimonio es una misión: han de anunciar que Jesús es el Viviente, la Vida misma.
Primeramente deben anunciar esto a Israel (los judíos son los primeros destinatarios de la salvación) pero también esta este testimonio de salvación se dirige a todos los pueblos (Mt 28,18s; Hech 1,8; 22,21).
También forma parte del mensaje el anunciar que Jesús vendrá a juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Una corriente de teología moderna ha sostenido que este anuncio es el contenido principal, si no el único núcleo del mensaje. Se afirma así que Jesús mismo habría pensado exclusivamente en categorías escatológicas. La espera inminente del Reino habría sido el verdadero elemento específico de su mensaje y el primer anuncio apostólico no habría sido diferente.
Pero si esto es así, ¿cómo podría haber persistido la fe cristiana una vez comprobado que la esperanza inminente no se cumplió? De hecho, esta teoría contrasta con los textos y también con la realidad del cristianismo naciente, que experimentó la fe como una fuerza que actúa en el presente, y a la vez, como esperanza.
Los discípulos han hablado ciertamente del retorno de Jesús, pero sobre todo, han dado testimonio de que Él es el que ahora vive, la vida misma, en virtud de la cual nosotros llegamos a ser vivientes (cf Jn 14,19).
Jesús es el Resucitado, el “ensalzado a la derecha de Dios” (cf Hech 2,33), pero, ¿acaso no está precisamente por eso completamente ausente? O por el contrario, ¿es de algún modo accesible? ¿Podemos adentrarnos nosotros a la derecha del Padre? ¿Existe, no obstante, en la ausencia, una presencia real? Además del en el último día, ¿no puede venir también hoy?
Estas preguntas caracterizan el Evangelio de Juan y las Cartas de Pablo. La respuesta está trazada en el relato de la Ascensión de Lucas y las narraciones que comienzan el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Lc 24,50-53 nos dice una cosa sorprendente: los discípulos estaban llenos de alegría después de que el Señor se había alejado definitivamente de ellos. Nosotros nos esperaríamos que quedaran desconcertados y tristes. El mundo no había cambiado, Jesús se había separado definitivamente y además habían recibido una tarea aparentemente irrealizable. Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida no les produjera tristeza?
Deducimos que los discípulos no se sienten abandonados, no creen que Jesús se haya disipado en un cielo inaccesible y lejano. Están seguros de una presencia nueva de Jesús. La ascensión no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera.
La conclusión del Evangelio de San Lucas nos ayuda a entender mejor el comienzo del Libro de Hechos de los Apóstoles en el cual se relata explícitamente a ascensión de Jesús. En este relato los discípulos, apegados aún a las antiguas ideas, le preguntan sobre la reinstauración del reino de Israel. Jesús a esta idea contrapone la promesa del Espíritu Santo y la encomienda de ser sus testigos hasta los confines del mundo. Se rechaza explícitamente la pregunta acerca del tiempo y del momento. La actitud de los discípulos no debe ser hacer conjeturas sobre la historia ni la de tener fija la mirada en el futuro desconocido. El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios, y por eso mismo, dar testimonio a favor de Jesucristo.
La nube luminosa que lo envuelve y oculta nos recuerda el momento de la transfiguración (cf Mt 17,5); el encuentro de María y Gabriel (cf Lc 1,35); la tienda del encuentro en la Antigua Alianza, en la cual la nube es la señal de la presencia de JHWH (cf 40,34s), que también guía a Israel en su peregrinación por el desierto (cf Ex 13,21s). La nube tiene un claro carácter teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje a las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser.
El Nuevo Testamento, haciendo referencia al Salmo 110,1, describe el “lugar” al que Jesús se ha ido con una nube como un “sentarse” (o estar) a la derecha de Dios. ¿Qué significa esto? Este modo de hablar no se refiere a un espacio cósmico. Dios no está en un espacio junto a otros espacios. Dios es Dios. Él es el presupuesto y el fundamento de toda dimensión espacial existente, pero no forma parte de ella. La relación de Dios con todo lo que tiene espacio es la del Dios y Creador. Su presencia no es espacial sino, precisamente, divina. Estar “sentado a la derecha de Dios” significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio.
El Jesús que se despide no va a alguna parte en un astro lejano. Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso “no se ha marchado”, sino que en virtud del poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. El me voy y vuelvo a vuestro lado (Jn 14,28) sintetiza maravillosamente este “irse” de Jesús, que es al mismo tiempo un venir.
Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros, no está en un solo lugar del mundo como antes de la ascensión; con su poder supera todo espacio, Él ahora no está en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia.
Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta. De lo que se trata no es de un recorrido geográfico sino de un recorrido del corazón: salir de nuestra cerrazón y abrirse al amor divino que abraza al universo.
En Hech 1,11 leemos: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse. Con esto queda confirmada la fe en el retorno de Jesús, pero al mismo tiempo se subraya que no es tarea de los discípulo quedarse mirando al cielo o conocer los tiempos y los momentos escondidos en el secreto de Dios. Su tarea es llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.
La fe en el retorno de Cristo es otro pilar de la confesión cristiana. Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo.
A los cristianos para el tiempo “intermedio” se les pide vigilancia, esto significa que no se encierre en el momento presente, que no se abandone a las cosas tangibles. Vigilancia es apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder de mal. Esto esta explicado en las parábolas escatológicas de Jesús (cf Lc 12,42-48; Mt 25,1-13).
El Apocalipsis termina con la promesa del retorno del Señor e implorando que se cumpla: el que atestigua esto responde: “Sí, vengo enseguida”. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” (20,20). Es esta la oración de la persona enamorada, que en medio del dolor, espera la llegada del amado que tiene el poder de acabar con el dolor y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo Él puede ayudar.
San Pablo al final de 1 Cor pone la misma oración según la formulación aramea, pero que puede ser dividida, y por tanto se puede entender de dos maneras:
-Marana tha (Ven, Señor)
-Maran atha (El Señor viene)
La espera cristiana de la llegada de Jesús es al mismo tiempo súplica (Ven) y certeza llena de gratitud (Él viene).
La Didajé (ca 100) atestigua que este grito formaba parte de las plegarias litúrgica de la celebración eucarística de los primeros cristianos.
La oración cristiana por el retorno de Jesús contiene siempre también la experiencia de us presencia. Esta plegaria nunca se refiere exclusivamente al futuro. Sigue siendo válido precisamente lo que ha dicho el Resucitado: Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Él está con nosotros ahora, y de modo particularmente denso en la presencia eucarística. Pero, viceversa, la experiencia cristiana de la presencia lleva también en sí misma la tensión hacia el futuro, hacia la presencia definitivamente cumplida: la presencia de ahora no es todavía completa. Impulsa más allá de ella misma. Nos pone en camino hacia lo definitivo.
San Bernardo habla de una triple visión de la venida del Señor (oficio de lectura del miércoles de la 1ª semana de adviento):
1. Primera venida: en carne y debilidad.
2. Venida intermedia (adventus medius): en espíritu y poder.
3. Última venida: en gloria y majestad.
Para confirmar su tesis San Bernardo se remite a Jn 14,23: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
Se habla explícitamente de una venida del Padre y del Hijo: es la escatología del presente. El tiempo intermedio no está vacío, hay una presencia anticipadora.
Las modalidades de esta venida intermedia son múltiples: el Señor viene en su Palabra, en los sacramentos (especialmente en la Eucaristía), y también a través de palabras y acontecimientos… y por la vida santa de tantos y tantas, que se convierten en testigos de su presencia.
Lc 24,50s dice: Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo. Jesús se va bendiciendo. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que no protege. Pero al mismo tiempo son un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él, para que Dios penetre en él, y llegue así a estar presente en ese mismo mundo.
Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana.