
Querido hermano:
La beatificación del siervo de Dios Álvaro del Portillo,
colaborador fiel y primer sucesor de san Josemaría Escrivá al frente del
Opus Dei, representa un momento de especial alegría para todos los
fieles de esa Prelatura, así como también para ti, que durante tanto
tiempo fuiste testigo de su amor a Dios y a los demás, de su fidelidad a
la Iglesia y a su vocación. También yo deseo unirme a vuestra alegría y
dar gracias a Dios que embellece el rostro de la Iglesia con la
santidad de sus hijos.
Su beatificación tendrá lugar en Madrid, la ciudad en la
que nació y en la que transcurrió su infancia y juventud, con una
existencia forjada en la sencillez de la vida familiar, en la amistad y
el servicio a los demás, como cuando iba a los barrios para ayudar en la
formación humana y cristiana de tantas personas necesitadas. Y allí
tuvo lugar sobre todo el acontecimiento que selló definitivamente el
rumbo de su vida: el encuentro con san Josemaría Escrivá, de quien
aprendió a enamorarse cada día más de Cristo. Sí, enamorarse de Cristo.
Éste es el camino de santidad que ha de recorrer todo cristiano: dejarse
amar por el Señor, abrir el corazón a su amor y permitir que sea él el
que guíe nuestra vida.
Me gusta recordar la jaculatoria que el siervo de Dios
solía repetir con frecuencia, especialmente en las celebraciones y
aniversarios personales: «¡gracias, perdón, ayúdame más!». Son palabras
que nos acercan a la realidad de su vida interior y su trato con el
Señor, y que pueden ayudarnos también a nosotros a dar un nuevo impulso a
nuestra propia vida cristiana.
En primer lugar, gracias. Es la reacción inmediata y
espontánea que siente el alma frente a la bondad de Dios. No puede ser
de otra manera. Él siempre nos precede. Por mucho que nos esforcemos, su
amor siempre llega antes, nos toca y acaricia primero, nos primerea.
Álvaro del Portillo era consciente de los muchos dones que Dios le había
concedido, y daba gracias a Dios por esa manifestación de amor paterno.
Pero no se quedó ahí; el reconocimiento del amor del Señor despertó en
su corazón deseos de seguirlo con mayor entrega y generosidad, y a vivir
una vida de humilde servicio a los demás. Especialmente destacado era
su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón
despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y
buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que
construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos
especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san
Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión,
la caridad sincera.
Perdón. A menudo confesaba que se veía delante de Dios con
las manos vacías, incapaz de responder a tanta generosidad. Pero la
confesión de la pobreza humana no es fruto de la desesperanza, sino de
un confiado abandono en Dios que es Padre. Es abrirse a su misericordia,
a su amor capaz de regenerar nuestra vida. Un amor que no humilla, ni
hunde en el abismo de la culpa, sino que nos abraza, nos levanta de
nuestra postración y nos hace caminar con más determinación y alegría.
El siervo de Dios Álvaro sabía de la necesidad que tenemos de la
misericordia divina y dedicó muchas energías personales para animar a
las personas que trataba a acercarse al sacramento de la confesión,
sacramento de la alegría. Qué importante es sentir la ternura del amor
de Dios y descubrir que aún hay tiempo para amar.
Ayúdame más. Sí, el Señor no nos abandona nunca, siempre
está a nuestro lado, camina con nosotros y cada día espera de nosotros
un nuevo amor. Su gracia no nos faltará, y con su ayuda podemos llevar
su nombre a todo el mundo. En el corazón del nuevo beato latía el afán
de llevar la Buena Nueva a todos los corazones. Así recorrió muchos
países fomentando proyectos de evangelización, sin reparar en
dificultades, movido por su amor a Dios y a los hermanos. Quien está muy
metido en Dios sabe estar muy cerca de los hombres. La primera
condición para anunciarles a Cristo es amarlos, porque Cristo ya los ama
antes. Hay que salir de nuestros egoísmos y comodidades e ir al
encuentro de nuestros hermanos. Allí nos espera el Señor. No podemos
quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos recibido
para donarlo y compartirlo con los demás.
¡Gracias, perdón, ayúdame! En estas palabras se expresa la
tensión de una existencia centrada en Dios. De alguien que ha sido
tocado por el Amor más grande y vive totalmente de ese amor. De alguien
que, aun experimentando sus flaquezas y límites humanos, confía en la
misericordia del Señor y quiere que todos los hombres, sus hermanos, la
experimenten también.
Querido hermano, el beato Álvaro del Portillo nos envía un mensaje muy claro, nos dice que nos fiemos del Señor, que él es nuestro hermano, nuestro amigo que nunca nos defrauda y que siempre está a nuestro lado. Nos anima a no tener miedo de ir a contracorriente y de sufrir por anunciar el Evangelio. Nos enseña además que en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro de santidad.
Querido hermano, el beato Álvaro del Portillo nos envía un mensaje muy claro, nos dice que nos fiemos del Señor, que él es nuestro hermano, nuestro amigo que nunca nos defrauda y que siempre está a nuestro lado. Nos anima a no tener miedo de ir a contracorriente y de sufrir por anunciar el Evangelio. Nos enseña además que en la sencillez y cotidianidad de nuestra vida podemos encontrar un camino seguro de santidad.
Pido, por favor, a todos los fieles de la Prelatura,
sacerdotes y laicos, así como a todos los que participan en sus
actividades, que recen por mí, a la vez que les imparto la Bendición
Apostólica.
Que Jesús los bendiga y que la Virgen Santa los cuide.
Fraternalmente,Franciscus